Lord Byron (Memorias)

-Pierdo parte de mi virginidad-


Mis pasiones se desarrollaron muy pronto, tan pronto que muy
pocos me creerán ahora que voy a datar la época y a narrar los he-
chos. No obstante, yo, George Gordon, sexto lord Byron, soy un
hombre sencillo y mi estilo es el de comenzar por el principio, que
es lo que sigue.

Mi padre murió cuando yo tenia tres años, nombrandome en su
testamento heredero único de sus bienes inmuebles y personales.
Para entonces había saqueado y derrochado a su antojo la parca for-
tuna de mi madre, y la pequeña herencia de otra esposa anterior, de
manera que solo me lego deudas y los gastos del funeral. No es mi
parecer que mi padre amase a mi madre en exceso, pues en el mo-
mento de su fallecimiento había escapado de sus acreedores yendose
a Francia, donde su hermana tenia una casa en Valenciennes, mien-
tras su esposa y su único hijo sobrevivían con apuros en unas habita-
ciones amuebladas de Aberdeen. En una ocasión oí decir a mi tía
que, según mi padre, mi madre era muy simpática de lejos, pero que
Èl desafiaba a cualquiera de los apóstoles a convivir con ella un par
de meses. Esa misma tía me contó que lo único que recordaba ha-
berle oído decir sobre mi era que jamas llegaría a andar, dado que
tenia un pie deforme. En todo esto, mi padre tenia razón con res-
pecto a mi madre, pero se equivocaba con respecto a mi. Es cierto
que soy patihendido, lo que significa que tengo una pequeña defor-
midad en el pie derecho, cuyos dedos están vueltos hacia dentro,
debido, creo yo, a la conducta de mi madre cuando me estaba trayendo
a este mundo, puesto que su mojigatería le hizo rechazar la necesaria
asistencia medica. También es cierto que toda mi vida he tenido que
usar un zapato especial como consecuencia de lo anterior, luego de
que fracasaran los tirantes de hierro y la cera caliente. Pero corría
antes de aprender a andar, y ahora, cojeando, me muevo mas depri-
sa que muchos. O seré acaso Le Diable Boiteux?, pues, que se
sepa, ningún ángel ha tropezado con una estrella, a no ser la encar-
nación del mismísimo demonio. De todas maneras, resulta tedioso ir
por la vida andando al lado de uno de los propios pies, y cuento con
que en mi siguiente existencia, a modo de compensación, dispondré
de dos pies, si no de cuatro. Cabe también la posibilidad, si el cris-
tianismo esta en lo cierto y nuestros despojos resucitan, de que tenga
dos pies decentes cuando suene la trompeta, y en eso confío, pues, si
no, me quedare muy retrasado cuando se agolpe la gente camino del
paraíso. Sin embargo, que reconfortante es ser un tarado. Cuando
un miembro se debilita, siempre hay otro que lo compensa. Como
dijo la reina de las amazonas: ´Los lisiados son los que mejor fo-
llan. (También se me da bastante bien estar de pie sin moverme.)
No era yo tan joven cuando falleció mi padre como para no acor-
darme perfectamente de el y sentir un muy precoz horror por el ma-
trimonio de resultas de haber presenciado las riñas familiares. De to-
dos modos, he de admitir que mi madre, cuando perdió la felicidad
conyugal sin ninguna perspectiva de recuperarla, parecía echar algo
en falta. La muerte de mi padre dejo a la triste criatura en un estado
inconsolable. Después de haber llorado y sollozado, recorriendo
arriba y abajo la mayor parte de las calles de la granítica Aberdeen,
aquella indómita viuda de provincias volcó en mi, sin mas ni mas, su
amor y su odio. No es que fuera mala mujer la viuda de mi prodigo
padre, pero no era una buena madre. En realidad, no me parece ex-
cesivo admitir, ahora que ella ha muerto, que mi madre estaba, casi
con absoluta seguridad, loca; afirmar que estaba en su sano juicio
equivaldría a condenarla por criminal. (Debe señalarse que esta des-
cendiente en linea zigzagueante de Jacobo 1 murió de un ataque de
apoplejía que le sobrevino mientras leía una factura del tapicero.)
Durante todos mis felices días infantiles de jugar al ratón y al gato,
no paro de besarme y abofetearme, una cosa detrás de la otra. A ve-
ces me mimaba con un cariño enfermizo. Yo no acertaba a saber
que era peor, y sigo sin saberlo. Ella me dio el ser, por supuesto, pe-
ro yo nunca se lo pedí, ademas de que todos los grandes filósofos es-
tan de acuerdo en que es preferible no haber nacido. En cuanto a su
presencia física, mi madre era pequeña y rolliza, estaba dotada de
una gran nariz que metía en todas partes y tenia los colores demasia-
do subidos. Poseía el don, bastante apreciable, de vestir con un esti-
lo que combinaba lo andrajoso con lo chillón. Amando u odiando,
embutida en sus corsés o sin ellos, vivió toda su vida a base de esta-
llidos huracanados, por lo menos en lo que a mi toco. A menudo,
cuando ella estaba en plena ventolera, yo deseaba que me tragara un
terremoto, con tal de que se hundiera conmigo mi elocuente madre.
Me atacaba con atizadores y tenazas y, cuando le fallaban estas ar-
mas, con caricias. Su ternura maternal mas memorable consistía en
llamarme su mocoso tullido o su Caliban. ¡Que la paz sea con ella!
Solo mencionare un incidente para demostrar cuan singular era el
afecto que reinaba entre nosotros. Un atardecer en que, movida por
un ataque de frenesí, había revuelto las cenizas de mi padre y lo ha-
bia injuriado, después de decir (arrastrando la ´rª hasta hacerla so-
nar como un estertor agónico) que yo también me convertiría en un
autentico Byrrone, que era el peor de todos los epítetos que supo in-
ventar, me fije en que me estaba mirando con tan suma delicadeza
por encima de un pastel de carne de venado, que luego me escape
de la casa y corrí a la del farmacéutico para preguntarle si mi madre
había estado allí comprando veneno. ´No, dijo el boticario con
una sonrisa. -¿Por que se ríe usted entonces?, le pregunte yo.
´Porque, dijo el boticario, ´la señora Byron ha pasado por aquí
hace diez minutos y me ha hecho la misma pregunta
Cuando tenia nueve años, mi muy mansa mama me puso en ma-
nos de una joven institutriz escocesa, una devota calvinista llamada
May Gray. (No hay que confiar nunca en las mujeres cuyos nombres
tienen rimas internas.) Esta institutriz me llevo a pasar el verano con
ella en el valle del Dee, en una casa de campo no muy apartada de
Abergeldie. Era la primera vez que veía yo nuestros Alpes septen-
trionales y pronto me entusiasme con los despeñaderos y las catara-
tas, sobre todo con el pico de águila de Loch-na-garr, cuya cumbre,
asiento de nieves perpetuas, sobresalía a veces por encima de las nu-
bes. Me costaba moverme, pero vagabundeaba a mis anchas, sosega-
do e inspirado por la grandiosidad del paisaje. Ejercite el cuerpo y
di satisfacciones al espíritu, tambaleandome al borde de los precipi-
cios, deleitandome en sumar el gemido de mi carácter a la voz del
universo. A la señorita Gray debo mi amor por las montañas, mis
conocimientos sobre las Escrituras, y la inoculación de un exceso de
calvinismo, tanto pan tener fe en el cristianismo como para no te-
nerla. A la señorita Gray debo, asimismo, la precoz aparición de mis
pasiones sexuales. Aquella jovencita sentía un especial placer en
leerme la Biblia por la mañana, en pegarme por la tarde hasta que
las carnes me palpitaban y me dolían los huesecitos, y en meterse
luego desnuda en mi cama durante la noche a juguetear con mi
cuerpo. Sin duda, al principio solo pretendía estrujarme el pene con
apretones puramente platónicos, pero pronto aquello se convirtió en
otra cosa. Ademas, ni siquiera a los nueve años tenia yo nada de
platónico. Físicamente, la señorita Gray era pálida, alta y delgada.
(Aborrezco a las mujeres rechonchas.) También era encantadora y
casta, y tenia veintitrés años. Cuando digo encantadora quiero decir
que tenia los dedos muy largos. Cuando digo casta quiero decir que
a mi nunca se me permitía tocarla a ella. ¡Pobrecita! En cuestión de
sensibilidad, yo era presto como la Medea de Ovidio. En cuanto a la
señorita Gray, cantaba para si misma mientras jugaba o me susurra-
ba al oído palabras estimulantes en escocés. Las palabras de estimu-
lo, yo ni las entendía ni las necesitaba. A decir verdad, no encontra-
ba desagradables los juegos de mi institutriz en mi cama y no conte
nada sobre ellos a mi madre por entonces.
Ahora me resulta evidente que debo muchísimo a aquel súcubo
religioso y desenfrenado, y no todo para mal. Su dominio erótico so-
bre mi duro alrededor de dos años. En cuanto a las lecturas de la Bi-
blia, me disgustaba el Nuevo Testamento pero disfrutaba bastante
con el Antiguo, sobre todo con el Salino 93 y con la historia de Caín
y Abel. Cuando considere que había aprendido lo suficiente de las
sabias manos de la señorita Gray, aproveche una oportunidad para
mencionar sus lecciones extraescolares al abogado de nuestra fami-
lia, el señor John Hanson. … llamaba a mi madre la respetable viu-
da. La predestinada ordeñadora fue puesta de patitas en la calle.
Tal vez sea esta una de las razones que dieron a la precoz melan-
colía de mis pensamientos esta precocidad en la vida. Después de
todo, mis primeros poemas son los pensamientos de alguien con al
menos diez años mas de los que yo tenia al escribirlos; no me refiero
a su solidez sino a las experiencias a que remiten. Los dos primeros
cantos de Childe Harold los acabe cuando tenia veintidós años y pa-
recen escritos por un hombre de mas edad de la que probablemente
'tendré yo nunca.
Inicio estas Memorias a mitad de mi trigésimo año de camino ha-
cia el infierno, aquí, en el mejor paradero que he conocido hasta
ahora, el Palazzo Mocenigo de Venecia, el viernes trece de julio de
1818, recuperandome de unas purgaciones y sin nada peor que ha-
cer. En cuanto a la razón ultima de que escriba, en tiempos se debió
a tener la cabeza y el corazón llenos de cosas que necesitaba sacar al
exterior, pero ahora se trata unicamente de eludir la indolencia;
aunque en un país cálido la indolencia bien puede ser un placer.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Best regards from NY! » »

Eddy dijo...

esta bien.