Una Pequeña Locura

Siempre hemos sido niños, pequeños y diminutos seres con el único porvenir de existir.
sabemos donde vamos, a donde dirigimos nuestras miradas al cruzar el alba, trabajamos, escribimos, vivimos y morimos en un monstruo que un dia nos devorara a todos, el tiempo se cubre de manecillas con forma de serpiente, pero siempre seremos niños que juegan con barquitos de papel en los arroyos, niños que jugamos a levantarle la falda a las niñas y a la madre. Niños que esperan el pasar del tiempo para evitar el sufrimiento de los días, las horas eternas en la soledad del crecimiento. Crecemos para que el porvenir se haga más llevadero y mas humano, en el reino del caos. Niños que quieren ser rebeldes apartandose de las estrictas normas de antaño, solo quieren jugar a ser niños. Queremos el mundo y lo queremos ahora.

La Vision Dionisiaca Del Mundo (1er fragmento)

Los griegos, que en sus dioses dicen y a la vez callan la doctrina secreta de su visión del mundo, erigieron dos divinidades, Apolo y Dioniso, como doble fuente de su arte. En la esfera del arte estos nombres representan antítesis estilísticas que caminan una junto a otra, casi siempre luchando entre sí, y que sólo una vez aparecen fundidas, en el instante del florecimiento de la “voluntad” helénica, formando la obra de arte de la tragedia ática. En dos estados, en efecto, alcanza el ser humano la delicia de la existencia, en el sueño y en la embriaguez. La bella apariencia del mundo onírico, en el que cada hombre es artista completo, es la madre de todo arte figurativo y también, como veremos, de una mitad importante de la poesía. Gozamos en la comprensión inmediata de la figura, todas las formas nos hablan; no existe nada indiferente e innecesario. En la vida suprema de esta realidad onírica tenemos, sin embargo, el sentimiento traslúcido de su apariencia; sólo cuando ese sentimiento cesa es cuando comienzan los efectos patológicos, en los que ya el sueño no restaura, y cesa la natural fuerza curativa de sus estados. Mas, en el interior de esa frontera, no son sólo acaso las imágenes agradables y amistosas las que dentro de nosotros buscamos con aquella inteligibilidad total: también las cosas serias, tristes, oscuras, tenebrosas son contempladas con el mismo placer sólo que también aquí el velo de la apariencia tiene qué estar en un movimiento ondeante, y no le es lícito encubrir del todo las formas básicas de lo real. Así, pues, mientras que el sueño es el juego del ser humano individual con lo real, el arte del escultor (en sentido amplio) es el juego con el sueño. La estatua, en cuanto bloque de mármol, es algo muy real, pero lo real de la estatua en cuanto figura onírica es la persona viviente del dios. Mientras la estatua flota aún como imagen de la fantasía ante los ojos del artista, éste continúa jugando con lo real; cuando el artista traspasa esa imagen al mármol, juega con el sueño.¿En qué sentido fue posible hacer de Apolo el dios del arte? Sólo en cuanto es el dios de las representaciones oníricas. El es “el Resplandeciente” de modo total: en su raíz más honda es el dios del sol y de la luz, que se revela en el resplandor. La “belleza” es su elemento: eterna juventud le acompaña. Pero también la bella apariencia del mundo onírico es su reino: la verdad superior, la perfección propia de esos estados, que contrasta con la sólo fragmentariamente inteligible realidad diurna, elévalo a la categoría de dios vaticinador, pero también ciertamente de dios artístico. El dios de la bella apariencia tiene que ser al mismo tiempo el dios del conocimiento verdadero. Pero aquella delicada frontera que a la imagen onírica no le es lícito sobrepasar para no producir un efecto patológico, pues entonces la apariencia no sólo engaña, sino que embauca, no es lícito que falte tampoco en la esencia de Apolo: aquella mesurada limitación, aquel estar libre de las emociones más salvajes, aquella sabiduría y sosiego del dios-escultor. Su ojo tiene que poseer un sosiego “solar”: aun cuando esté encolerizado y mire con malhumor, se halla bañado en la solemnidad de la bella apariencia.El arte dionisíaco, en cambio, descansa en el juego con la embriaguez, con el éxtasis. Dos poderes sobre todo son los que al ingenuo hombre natural lo elevan hasta el olvido de sí que es propio de la embriaguez, el instinto primaveral y la bebida narcótica. Sus efectos están simbolizados en la figura de Dioniso. En ambos estados el principium individuationis queda roto, lo subjetivo desaparece totalmente ante la eruptiva violencia de lo general-humano, más aún, de lo universal-natural. Las fiestas de Dioniso no sólo establecen un pacto entre los hombres, también reconcilian al ser humano con la naturaleza. De manera espontánea ofrece la tierra sus dones, pacíficamente se acercan los animales más salvajes: panteras y tigres arrastran el carro adornado con flores, de Dioniso. Todas las delimitaciones de casta que la necesidad y la arbitrariedad han establecido entre los seres humanos desaparecen: el esclavo es hombre libre, el noble y el de humilde cuna se unen para formar los mismos coros báquicos. En muchedumbres cada vez mayores va rodando de un lugar a otro el evangelio de la “armonía de los mundos”: cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior, más ideal: ha desaprendido a andar y a hablar. Más aún: se siente mágicamente transformado, y en realidad se ha convertido en otra cosa. Al igual que los animales hablan y la tierra da leche y miel, también en él resuena algo sobrenatural. Se siente dios: todo lo que vivía sólo en su imaginación, ahora eso él lo percibe en sí. ¿Qué son ahora para él las imágenes y las estatuas? El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte, camina tan extático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses. La potencia artística de la naturaleza, no ya la de un ser humano individual, es la que aquí se revela: un barro más noble, un mármol más precioso son aquí amasados y tallados: el ser humano. Este ser humano configurado por el artista Dioniso mantiene con la naturaleza la misma relación que la estatua mantiene con el artista apolíneo.Así como la embriaguez es el juego de la naturaleza con el ser humano, así el acto creador del artista dionisíaco es el juego con la embriaguez. Cuando no se lo ha experimentado en si mismo, ese estado sólo se lo puede comprender de manera simbólica: es algo similar a lo que ocurre cuando se sueña y a la vez se barrunta que el sueño es sueño. De igual modo, el servidor de Dioniso tiene que estar embriagado y, a la vez, estar al acecho detrás de sí mismo como observador. No en el cambio de sobriedad y embriaguez, sino en la combinación de ambos se muestra el artista dionisíaco.Esta combinación caracteriza el punto culminante del mundo griego: originariamente sólo Apolo es dios del arte en Grecia, y su poder fue el que de tal modo moderó a Dioniso, que irrumpía desde Asia, que pudo surgir la más bella alianza fraterna. Aquí es donde con más facilidad se aprehende el increíble idealismo del ser helénico: un culto natural que entre los asiáticos significa el más tosco desencadenamiento de los instintos inferiores, una vida animal panhetérica, que durante un tiempo determinado hace saltar todos los lazos sociales, eso quedó convertido entre ellos en una festividad de redención del mundo, en un día de transfiguración. Todos los instintos sublimes de su ser se revelaron en esta idealización de la orgía.Pero el mundo griego nunca había corrido mayor peligro que cuando se produjo la tempestuosa irrupción del nuevo dios. A su vez, nunca la sabiduría del Apolo délfico se mostró a una luz más bella. Al principio resistiéndose a hacerlo, envolvió al potente adversario en el más delicado de los tejidos, de modo que éste apenas pudo advertir que iba caminando semiprisionero. Debido a que los sacerdotes délficos adivinaron el profundo efecto del nuevo culto sobre los procesos sociales de regeneración y lo favorecieron de acuerdo con sus propósitos políticoreligiosos, debido a que el artista apolíneo sacó enseñanzas, con discreta moderación, del arte revolucionario de los cultos báquicos, debido, finalmente, a que en el culto délfico el dominio del año quedó repartido entre Apolo y Dioniso, ambos salieron, por así decirlo, vencedores en el certamen que los enfrentaba: una reconciliación celebrada en el campo de batalla. Si se quiere ver con claridad de qué modo tan poderoso el elemento apolíneo refrenó lo que de irracionalmente sobrenatural había en Dioniso, piénsese que en el período más antiguo de la música el género ditirámbico era al mismo tiempo el hesicástico. Cuanto más vigorosamente fue creciendo e1 espíritu artístico apolíneo, tanto más libremente se desarrolló el dios hermano Dioniso: al mismo tiempo que el primero llegaba a le visión plena, inmóvil, por así decirlo, de la belleza, en 1a época de Fidias, el segundo interpretaba en la tragedia los enigmas y los horrores del mundo y expresaba en 1a música trágica el pensamiento más íntimo de la naturaleza, el hecho de que la «voluntad» hila en y por encima de todas las apariencias.Aun cuando la música sea también un arte apolíneo, tomadas las cosas con rigor sólo lo es el ritmo, cuyaa fuerza figurativa fue desarrollada hasta convertirla en exposición de estados apolíneos: la música de Apolo es arquitectura en sonidos, y además, en sonidos sólo insinuados, como son los propios de la cítara. Cuidadosamente se mantuvo apartado cabalmente el elemento que constituye el carácter de la música dionisiaca, más aún, de la música en cuanto tal, el poder estremecedor del sonido y el mundo completamente incomparable de la armonía. Para percibir ésta poseía el griego una sensibilidad finísima, como es forzoso inferir de la rigurosa caracterización de las tonalidades, si bien en ellos es mucho menor que en el mundo moderno la necesidad de, una armonía acabada, que realmente suene. En la sucesión de armonías, y ya en su abreviatura, en la denominada melodía, la «voluntad» se revela con total inmediatez sin haber ingresado antes en ninguna apariencia. Cualquier individuo puede servir de símbolo, puede servir, por así decirlo, de caso individual de una regla general; pero, a la inversa, la esencia de lo aparencial la expondrá el artista dionisíaco de un modo inmediatamente comprensible: él manda, en efecto, sobre el caos de la voluntad no devenida aún figura, y puede sacar de él, en cada momento creador, un mundo nuevo, pero también el antiguo, conocido como apariencia. En este último sentido es un músico trágico.En la embriaguez dionisíaca, en el impetuoso recorrido de todas las escalas anímicas durante las excitaciones narcóticas, o en el desencadenamiento de los instintos primaverales, la naturaleza se manifiesta en su fuerza más alta: vuelve a juntar a los individuos y los hace sentirse como una sola cosa, de tal modo que el principium individuationis aparece, por así decirlo, como un permanente estado de debilidad de la voluntad. Cuanto más decaída se encuentra la voluntad, tanto más se desmigaja todo en lo individual; cuanto más egoísta, arbitrario es el modo como el individuo está desarro1lado, tanto más débil es el organismo al que sirve. Por esto, en aquellos estados prorrumpe, por así decirlo, un rasgo sentimental de la voluntad, un «sollozo de la criatura» por las cosas perdidas: en el placer supremo resuena el grito del espanto, los gemidos nostálgicos de una pérdida insustituible. La naturaleza exuberante celebra a la vez sus saturnales y sus exequias. Los afectos de sus sacerdotes están mezclados del modo más prodigioso, 1os dolores despiertan placer, el júbilo arranca del pecho sonidos llenos de dolor. El dios, el liberador, ha liberado a todas 1as cosas de sí mismas, ha transformado todo. El canto y la mímica de las masas excitadas de ese modo, en las que la naturaleza ha cobrado voz y movimiento, fueron para el mundo greco-homérico algo completamente nuevo e maudito; para él aquello era algo oriental, a lo que tuvo que someter con su enorme energía rítmica y plística, y que sometió, como sometió en aquella época el estilo de los templos egipcios. Fue el pueblo apolíneo el que aherrojó al instinto prepotente con las cadenas de la belleza; él fue el que puso el yugo a los elementos más peligrosos de la naturaleza, a sus bestias más salvajes. Cuando más admiramos el poder idealista de Grecia es al comparar su espiritualización de la fiesta de Dioniso con lo que en otros pueblos surgió de idéntico origen. Festividades similares son antiquísimas, y se las puede demostrar por doquier, siendo las más famosas las que se celebraban en Babilonia bajo el nombre de los saces. Aquí, en una fiesta que duraba cinco días, todos los lazos públicos y sociales quedaban rotos; pero lo central era el desenfreno sexual, la aniquilación de toda relación familiar por un heterismo ilimitado. La contrapartida de esto nos la ofrece la imagen de la fiesta griega de Dioniso trazada por Eurípides en Las bacantes: de esa imagen fluyen el mismo encanto, la misma transfiguradora embriaguez musical que Escopas y Praxíteles condensaron en estatuas. Un mensajero narra que, en el calor del mediodía, ha subido con los rebaños a las cumbres de las montañas: es el momento justo y el lugar justo para ver cosas no vistas; ahora Pan duerme, ahora el cielo es el trasfondo inmóvil de una aureola, ahora florece el día. En una pradera el mensajero divisa tres coros de mujeres, que yacen diseminados por el suelo en actitud decente: muchas mujeres se han apoyado en troncos de abetos: todas las cosas dormitan. De repente la madre de Penteo comienza a dar gritos de júbilo, el sueño queda ahuyentado, todas se ponen de pie, un modelo de nobles costumbres; las jóvenes muchachas y las mujeres dejan caer los rizos sobre los hombros, la piel de venado es puesta en orden, si, al dormir, los lazos y las cintas se habían soltado. Las mujeres se ciñen con serpientes, que lamen confiadamente sus mejillas, algunas toman en sus brazos lobos y venados jóvenes y los amamantan. Todas se adornan con coronas de hiedra y con enredaderas; una percusión con el tirso en las rocas, y el agua sale a borbotones; un golpe con el bastón en el suelo, y un manantial de vino brota. Dulce miel destila de las ramas; basta que alguien toque el suelo con las puntas de los pies para que brote leche blanca como la nieve. – Es éste un mundo sometido a una transformación mágica total, la naturaleza celebra su festividad de reconciliación en el ser humano. El mito dice que Apolo recompuso al desgarrado Dioniso. Esta es la imagen del Dioniso recreado por Apolo, salvado por éste de su desgarramiento asiático.

Friedrich Nietzsche

Te Quiero Puta


Te Quiero Puta, originally uploaded by korner.

Lord Byron


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Lord Byron (Memorias)

-Pierdo parte de mi virginidad-


Mis pasiones se desarrollaron muy pronto, tan pronto que muy
pocos me creerán ahora que voy a datar la época y a narrar los he-
chos. No obstante, yo, George Gordon, sexto lord Byron, soy un
hombre sencillo y mi estilo es el de comenzar por el principio, que
es lo que sigue.

Mi padre murió cuando yo tenia tres años, nombrandome en su
testamento heredero único de sus bienes inmuebles y personales.
Para entonces había saqueado y derrochado a su antojo la parca for-
tuna de mi madre, y la pequeña herencia de otra esposa anterior, de
manera que solo me lego deudas y los gastos del funeral. No es mi
parecer que mi padre amase a mi madre en exceso, pues en el mo-
mento de su fallecimiento había escapado de sus acreedores yendose
a Francia, donde su hermana tenia una casa en Valenciennes, mien-
tras su esposa y su único hijo sobrevivían con apuros en unas habita-
ciones amuebladas de Aberdeen. En una ocasión oí decir a mi tía
que, según mi padre, mi madre era muy simpática de lejos, pero que
Èl desafiaba a cualquiera de los apóstoles a convivir con ella un par
de meses. Esa misma tía me contó que lo único que recordaba ha-
berle oído decir sobre mi era que jamas llegaría a andar, dado que
tenia un pie deforme. En todo esto, mi padre tenia razón con res-
pecto a mi madre, pero se equivocaba con respecto a mi. Es cierto
que soy patihendido, lo que significa que tengo una pequeña defor-
midad en el pie derecho, cuyos dedos están vueltos hacia dentro,
debido, creo yo, a la conducta de mi madre cuando me estaba trayendo
a este mundo, puesto que su mojigatería le hizo rechazar la necesaria
asistencia medica. También es cierto que toda mi vida he tenido que
usar un zapato especial como consecuencia de lo anterior, luego de
que fracasaran los tirantes de hierro y la cera caliente. Pero corría
antes de aprender a andar, y ahora, cojeando, me muevo mas depri-
sa que muchos. O seré acaso Le Diable Boiteux?, pues, que se
sepa, ningún ángel ha tropezado con una estrella, a no ser la encar-
nación del mismísimo demonio. De todas maneras, resulta tedioso ir
por la vida andando al lado de uno de los propios pies, y cuento con
que en mi siguiente existencia, a modo de compensación, dispondré
de dos pies, si no de cuatro. Cabe también la posibilidad, si el cris-
tianismo esta en lo cierto y nuestros despojos resucitan, de que tenga
dos pies decentes cuando suene la trompeta, y en eso confío, pues, si
no, me quedare muy retrasado cuando se agolpe la gente camino del
paraíso. Sin embargo, que reconfortante es ser un tarado. Cuando
un miembro se debilita, siempre hay otro que lo compensa. Como
dijo la reina de las amazonas: ´Los lisiados son los que mejor fo-
llan. (También se me da bastante bien estar de pie sin moverme.)
No era yo tan joven cuando falleció mi padre como para no acor-
darme perfectamente de el y sentir un muy precoz horror por el ma-
trimonio de resultas de haber presenciado las riñas familiares. De to-
dos modos, he de admitir que mi madre, cuando perdió la felicidad
conyugal sin ninguna perspectiva de recuperarla, parecía echar algo
en falta. La muerte de mi padre dejo a la triste criatura en un estado
inconsolable. Después de haber llorado y sollozado, recorriendo
arriba y abajo la mayor parte de las calles de la granítica Aberdeen,
aquella indómita viuda de provincias volcó en mi, sin mas ni mas, su
amor y su odio. No es que fuera mala mujer la viuda de mi prodigo
padre, pero no era una buena madre. En realidad, no me parece ex-
cesivo admitir, ahora que ella ha muerto, que mi madre estaba, casi
con absoluta seguridad, loca; afirmar que estaba en su sano juicio
equivaldría a condenarla por criminal. (Debe señalarse que esta des-
cendiente en linea zigzagueante de Jacobo 1 murió de un ataque de
apoplejía que le sobrevino mientras leía una factura del tapicero.)
Durante todos mis felices días infantiles de jugar al ratón y al gato,
no paro de besarme y abofetearme, una cosa detrás de la otra. A ve-
ces me mimaba con un cariño enfermizo. Yo no acertaba a saber
que era peor, y sigo sin saberlo. Ella me dio el ser, por supuesto, pe-
ro yo nunca se lo pedí, ademas de que todos los grandes filósofos es-
tan de acuerdo en que es preferible no haber nacido. En cuanto a su
presencia física, mi madre era pequeña y rolliza, estaba dotada de
una gran nariz que metía en todas partes y tenia los colores demasia-
do subidos. Poseía el don, bastante apreciable, de vestir con un esti-
lo que combinaba lo andrajoso con lo chillón. Amando u odiando,
embutida en sus corsés o sin ellos, vivió toda su vida a base de esta-
llidos huracanados, por lo menos en lo que a mi toco. A menudo,
cuando ella estaba en plena ventolera, yo deseaba que me tragara un
terremoto, con tal de que se hundiera conmigo mi elocuente madre.
Me atacaba con atizadores y tenazas y, cuando le fallaban estas ar-
mas, con caricias. Su ternura maternal mas memorable consistía en
llamarme su mocoso tullido o su Caliban. ¡Que la paz sea con ella!
Solo mencionare un incidente para demostrar cuan singular era el
afecto que reinaba entre nosotros. Un atardecer en que, movida por
un ataque de frenesí, había revuelto las cenizas de mi padre y lo ha-
bia injuriado, después de decir (arrastrando la ´rª hasta hacerla so-
nar como un estertor agónico) que yo también me convertiría en un
autentico Byrrone, que era el peor de todos los epítetos que supo in-
ventar, me fije en que me estaba mirando con tan suma delicadeza
por encima de un pastel de carne de venado, que luego me escape
de la casa y corrí a la del farmacéutico para preguntarle si mi madre
había estado allí comprando veneno. ´No, dijo el boticario con
una sonrisa. -¿Por que se ríe usted entonces?, le pregunte yo.
´Porque, dijo el boticario, ´la señora Byron ha pasado por aquí
hace diez minutos y me ha hecho la misma pregunta
Cuando tenia nueve años, mi muy mansa mama me puso en ma-
nos de una joven institutriz escocesa, una devota calvinista llamada
May Gray. (No hay que confiar nunca en las mujeres cuyos nombres
tienen rimas internas.) Esta institutriz me llevo a pasar el verano con
ella en el valle del Dee, en una casa de campo no muy apartada de
Abergeldie. Era la primera vez que veía yo nuestros Alpes septen-
trionales y pronto me entusiasme con los despeñaderos y las catara-
tas, sobre todo con el pico de águila de Loch-na-garr, cuya cumbre,
asiento de nieves perpetuas, sobresalía a veces por encima de las nu-
bes. Me costaba moverme, pero vagabundeaba a mis anchas, sosega-
do e inspirado por la grandiosidad del paisaje. Ejercite el cuerpo y
di satisfacciones al espíritu, tambaleandome al borde de los precipi-
cios, deleitandome en sumar el gemido de mi carácter a la voz del
universo. A la señorita Gray debo mi amor por las montañas, mis
conocimientos sobre las Escrituras, y la inoculación de un exceso de
calvinismo, tanto pan tener fe en el cristianismo como para no te-
nerla. A la señorita Gray debo, asimismo, la precoz aparición de mis
pasiones sexuales. Aquella jovencita sentía un especial placer en
leerme la Biblia por la mañana, en pegarme por la tarde hasta que
las carnes me palpitaban y me dolían los huesecitos, y en meterse
luego desnuda en mi cama durante la noche a juguetear con mi
cuerpo. Sin duda, al principio solo pretendía estrujarme el pene con
apretones puramente platónicos, pero pronto aquello se convirtió en
otra cosa. Ademas, ni siquiera a los nueve años tenia yo nada de
platónico. Físicamente, la señorita Gray era pálida, alta y delgada.
(Aborrezco a las mujeres rechonchas.) También era encantadora y
casta, y tenia veintitrés años. Cuando digo encantadora quiero decir
que tenia los dedos muy largos. Cuando digo casta quiero decir que
a mi nunca se me permitía tocarla a ella. ¡Pobrecita! En cuestión de
sensibilidad, yo era presto como la Medea de Ovidio. En cuanto a la
señorita Gray, cantaba para si misma mientras jugaba o me susurra-
ba al oído palabras estimulantes en escocés. Las palabras de estimu-
lo, yo ni las entendía ni las necesitaba. A decir verdad, no encontra-
ba desagradables los juegos de mi institutriz en mi cama y no conte
nada sobre ellos a mi madre por entonces.
Ahora me resulta evidente que debo muchísimo a aquel súcubo
religioso y desenfrenado, y no todo para mal. Su dominio erótico so-
bre mi duro alrededor de dos años. En cuanto a las lecturas de la Bi-
blia, me disgustaba el Nuevo Testamento pero disfrutaba bastante
con el Antiguo, sobre todo con el Salino 93 y con la historia de Caín
y Abel. Cuando considere que había aprendido lo suficiente de las
sabias manos de la señorita Gray, aproveche una oportunidad para
mencionar sus lecciones extraescolares al abogado de nuestra fami-
lia, el señor John Hanson. … llamaba a mi madre la respetable viu-
da. La predestinada ordeñadora fue puesta de patitas en la calle.
Tal vez sea esta una de las razones que dieron a la precoz melan-
colía de mis pensamientos esta precocidad en la vida. Después de
todo, mis primeros poemas son los pensamientos de alguien con al
menos diez años mas de los que yo tenia al escribirlos; no me refiero
a su solidez sino a las experiencias a que remiten. Los dos primeros
cantos de Childe Harold los acabe cuando tenia veintidós años y pa-
recen escritos por un hombre de mas edad de la que probablemente
'tendré yo nunca.
Inicio estas Memorias a mitad de mi trigésimo año de camino ha-
cia el infierno, aquí, en el mejor paradero que he conocido hasta
ahora, el Palazzo Mocenigo de Venecia, el viernes trece de julio de
1818, recuperandome de unas purgaciones y sin nada peor que ha-
cer. En cuanto a la razón ultima de que escriba, en tiempos se debió
a tener la cabeza y el corazón llenos de cosas que necesitaba sacar al
exterior, pero ahora se trata unicamente de eludir la indolencia;
aunque en un país cálido la indolencia bien puede ser un placer.

El elixir de larga vida 1 (Balzac)

Degustad esto con tranquilidad, buen probecho.


Al lector (1): al comienzo de su carrera literaria recibió el autor; de manos de un amigo muerto hacía tiempo, el tema de esta obra, que más tarde encontró en una antología a principios de este siglo; y, según sus conjeturas, se trata de una fantasía creada por Hoffmann de Berlín, publicada en algún almanaque alemán y olvidada por sus editores. La Comédie Humaine es lo suficientemente original para que el autor pueda confesar una copia inocente; como La Fontaine, ha tratado a su manera, y sin saberlo, un hecho ya contado. Esto no ha sido una broma como estaba de moda en 1830, época en la que todo autor escribía cosas atroces para complacer a las jovencitas. Cuando el lector llegue al elegante parricidio de don Juan, intente adivinar cuál sería la conducta, en situaciones más o menos semejantes, de gentes honestas que en el siglo XIX toman dinero de rentas vitalicias con la excusa de un catarro, o que alquilan una casa a una anciana por el resto de sus días. ¿Resucitarían a sus arrendatarios? Desearía que «pesadores–jurados» examinasen concienzudamente qué grado de similitud puede existir entre don Juan y los padres que casan a sus hijos por interés. La sociedad humana, que según algunos filósofos avanza por una vía de progreso, ¿considera como un paso hacia el bien el arte de esperar pasar a mejor vida? Esta ciencia ha creado oficios honestos, por medio de los cuales se vive de la muerte. Algunas personas tienen como ocupación la de esperar un fallecimiento, la abrigan, se acurrucan cada mañana sobre el cadáver, lo convierten en almohada por la noche: se trata de los coadjutores, cardenales supernumerarios, tontineros (2), etc. Hay que añadir gente elegante presurosa por comprar una propiedad cuyo precio sobrepasa sus posibilidades, pero que consideran lógica y fríamente el tiempo de vida que les queda a sus padres o a sus suegras, octogenarias o septuagenarias, diciendo: «Antes de tres años heredaré seguramente, y entonces...». Un asesino nos desagrada menos que un espía. El asesino lo es quizá por un arrebato de locura, puede arrepentirse, ennoblecer. Pero el espía es siempre un espía; es espía en la cama, en la mesa, andando, de noche, de día; es vil a cada momento, ¿qué es, pues, ser un asesino, cuando un espía es vil? Pues bien, ¿no acabamos de reconocer que hay en la sociedad unos seres que llevados por nuestras leyes, por nuestras costumbres y nuestros hábitos piensan sin cesar en la muerte de los suyos y la codician? Sopesan lo que vale un ataúd mientras compran cachemira para sus mujeres, subiendo la escalera del teatro, queriendo ir a la Comedia o deseando un coche. Asesinan en el momento en que tos seres queridos, llenos de inocencia, les dan a besar por la noche frentes infantiles, mientras dicen:–Buenas noches, padre.A todas horas ven los ojos que quisieran cerrar; y que cada mañana se abren a la luz como el de Belvídero en esta obra. ¡Sólo Dios sabe el número de parricidios que se cometen con el pensamiento! Imaginemos a un hombre que tiene que pagar mil escudos de renta vitalicia a una anciana, y que ambos viven en el campo, separados por un riachuelo, pero tan extraños uno a otro como para poderse odiar cordialmente, sin faltar a las humanas conveniencias que colocan una máscara sobre el rostro de dos hermanos, de los cuales uno obtendrá el mayorazgo y otro una legitimación. Toda la civilización europea reposa en la herencia como sobre un eje, sería una locura suprimirla; pero, ¿no se podría hacer como con las máquinas que son el orgullo de nuestra época, es decir; perfeccionar el engranaje principal? Si el autor ha conservado la vieja fórmula AL LECTOR en una obra en la que se trata de representar todas las formas literarias, es para incluir una observación relativa a algunos trabajos, y sobre todo a éste. Cada una de sus composiciones está basada en ideas más o menos nuevas cuya expresión le parece útil, puede haber considerado la prioridad de ciertas fórmulas, de ciertos pensamientos que, más tarde, han pasado al campo literario, y una vez allí quizá se han vulgarizado. Las fechas de la publicación primitiva de cada obra no deben, pues, serles indiferentes a aquellos lectores que quieran hacerles justicia. La lectura proporciona amigos desconocidos y ¡qué amigo, el lector! tenemos amigos conocidos que no leen nada nuestro. El autor espera haber pagado su deuda dedicando esta obra DIIS IGNOTIS(3). En un suntuoso palacio de Ferrara, agasajaba don Juan Belvídero una noche de invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era un maravilloso espectáculo de riquezas reales de que únicamente un gran señor podía disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte cuyos blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas. No diferían ni en las palabras, ni en las ideas; el aire, una mirada, algún gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos, lascivos, melancólicos o burlones. Una parecía decir:–Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo. Otra:–Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en aquellos que me adoran.Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:–En el fondo de mi corazón siento remordimientos –decía–. Soy católica, y temo al infierno. Pero os amo tanto ¡tanto! que podría sacrificaros la eternidad.La cuarta, apurando una copa de vino de Quío, exclamaba:–¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada del pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una vida de felicidad, una vida llena de amor.La mujer sentada junto a Belvídero le miraba con los ojos llameantes. Guardaba silencio.–¡No me confiaría a unos espadachines para matar a mi amante, si me abandonara!–después había reído; pero su mano convulsa hacía añicos una bombonera de oro milagrosamente esculpida. –¿Cuándo serás Gran Duque? –preguntó la sexta al príncipe, con una expresión de alegría asesina en los dientes y de delirio báquico en los ojos.–¿Y cuándo morirá tu padre? –dijo la séptima riendo y arrojando su ramillete de flores a don Juan con un gesto ebrio y alocado. Era una inocente jovencitaacostumbrada a jugar con las cosas sagradas.–¡Ah, no me habléis de ello! –exclamó el joven y hermoso don Juan Belvídero–.¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido que sea yo quien lo tenga! Las siete cortesanas de Ferrara, los amigos de don Juan y el mismo príncipe lanzaron un grito de horror. Doscientos años más tarde y bajo Luis XV las gentes de buen gusto hubieran reído ante esta ocurrencia. Pero, tal vez al comienzo de una orgía las almas tienen aún demasiada lucidez. A pesar de la luz de las velas, las voces de las pasiones, de los vasos de oro y de plata, el vapor de los vinos, a pesar de la contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizás había aún, en el fondo de los corazones, un poco de vergüenza ante las cosas humanas y divinas, que lucha hasta que la orgía la ahoga en las últimas ondas de un vino espumoso. Sin embargo, los corazones estaban ya marchitos, torpes los ojos, y la embriaguez llegaba, según la expresión de Rabelais, hasta las sandalias. En aquel momento de silencio se abrió una puerta, y, como en el festín de Belsasar(4), Dios hizo acto de presencia y apareció bajo la forma de un viejo sirviente de pelo blanco, andar vacilante y de ceño contraído. Entró con una expresión triste; con una mirada marchitó las coronas, las copas bermejas, las torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros sorprendidos, y los colores de los cojines arrugados por el blanco brazo de las mujeres; finalmente, puso un crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con voz cavernosa estas sombrías palabras:–Señor; vuestro padre se está muriendo. Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto que bien podría traducirse por un: «Lo siento, esto no pasa todos los días». ¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a los jóvenes en medio de los esplendores de la vida, en el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es tan repentina en sus caprichos como una cortesana en sus desdenes; pero más fiel, pues nunca engañó a nadie.

La Espera


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Viento de Tempestad

-Su mirada es una larga espera, esta esperando el éxodo de los vientos
-Guarda la melancolía en su mirada, el rencor fruto del pasar de los tiempos
-La divina comedia ha cegado la voluntad del ser y la caída al ostracismo
-Tormentas incesantes cubren de oscuridad su ya pálido rostro.
Oscuras visiones de maldad despojan la retina de todo encanto de vida.
-Moscas pululantes esperan el final y el principio de la tormenta del ser

Balzac


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Gillete (fragmento)

El joven experimentaba esa profunda sensación que ha debido de hacer vibrar el corazón de los grandes artistas cuando, en el apogeo de su juventud y de su amor por el arte, se han acercado a un hombre genial o a alguna obra maestra. Existe en todos los sentimientos humanos una flor primitiva, engendrada por un noble entusiasmo, que va marchitándose poco a poco hasta que la felicidad no es ya sino un recuerdo, y la gloria una mentira. Entre estas frágiles emociones, nada se parece más al amor que la joven pasión de un artista que inicia el delicioso suplicio de su destino de gloria y de infortunio; pasión llena de audacia y de timidez, de creencias vagas y de desalientos concretos. Quien, ligero de bolsa, de genio naciente, no haya palpitado con vehemencia al presentarse ante un maestro siempre carecerá de una cuerda en el corazón, de un toque indefinible en el pincel, de sentimiento en la obra, de verdadera expresión poética. Aquellos fanfarrones que, pagados de sí mismos, creen demasiado pronto en el porvenir, no son gentes de talento sino para los necios. A este respecto, el joven desconocido parecía tener verdadero mérito, si el talento debe ser medido por esa timidez inicial, por ese pudor indefinible que los destinados a la gloria saben perder en el ejercicio de su arte, como las mujeres bellas pierden el suyo en el juego de la coquetería. El hábito del triunfo atenúa la duda y el pudor es, tal vez, una duda.


-Honoré de Balzac -

Para todos los artistas, noveles y consagrados. Luchad contra la necedad de quien muchas veces no reconoce una obra.

Janis Y Telma

Después de tomarnos unos chupitos en el pub Lolas e irnos inconscientemente sin pagar, ironías del bolsillo, nos dirigimos Ramón de Campoamor y yo a tomarnos un ultimo brebaje a la plaza del cedro. Ya era tarde y el cansancio arreciaba, paseando por la plaza hacia un bar, me encontré un viejo conocido de profesión, estuvimos charlando un rato mientras degustaba un ron que llevaba mano en ristre, el trabajo artístico escaseaba me comentaba, habrá que buscar soluciones al respecto le dije, su amiga estaba impaciente por irse, no era de extrañar puesto que hacia un frío que congelaba. Nos despedimos, y al girarme note una mano en mi espalda, me giro y observo una chica de pelo muy largo castaño claro que me pregunta -¿Hola, que haces?-, le respondí irónicamente que esperaba el tiempo, sonrío y espeto con voz de ultratumba etílica
me llamo Janis, -¡ala que bien como Janis Joplin!- le respondí,
-Ven que te voy a presentar a mi amiga Telma-
Me acerque a su amiga y nos presento, Telma era una chica de pelo moreno, más corto, de estatura media con dulces mofletes y bonita sonrisa.
Por mi parte os voy a presentar al incendiario Ramón de Campoamor y Látex Profundo, nombre artístico bautizado en sangre y alcohol de barra de bar, A Telma le chocó casi ipsofacto Ramón, los dos tienen alma de padres protegiendo a casos de la naturaleza como éramos esa noche Janis y yo, Mientras estábamos charlando y vociferando a la luna a ver quien de los dos rugía más fuerte de los dos, Janis me ofreció su cerveza, en un visto y no visto me la calce en la garganta, Alá tío que rápido!- me exclamo, me reí y le pregunte -¿no ira tu alma en la botella?- a lo que me respondió - Pues si tío, esta noche si que va-, -pues vamos a ver lo alto que vuela- la lance al aire y pego en el cristal delantero de un coche y cayo rodando hasta el otro lado del coche, Janis se fue corriendo hasta cogerla y la lanzo contra el suelo estallando en mil trozos.
-te has quedado sin alma, ¿ahora que harás?, -Pues muy sencillo, comprare otra- me respondió riendo como una hiena, -¡no sabes que soy la reencarnación de Joplin! me exclamo, - bien yo soy un diablillo y mas que tu alma, me interesa tu cuerpo inocente vestido de rojo inmaculado- Ramón me miro ante la mirada atónita de Telma y estallo en una carcajada. - Eres un animal del sotobosque- me dijo aun riendo, Telma estaba en otro planeta entre la conversación de sábado por la noche de Ramón y los delirios etílicos de Janis y mías, la naturaleza de las cosas a veces son controvertidas y tan agudas como una noche inesperada, Mientras charlábamos y usábamos el morro del coche de Ramón como tobogán, se acerco un personaje a interesase por el estado de gracia de Telma y Janis, - ¡Hola chicas os venís conmigo!, el intercepto este no savia que se había topado con Ramón de Campoamor y con El Pequeño Diablo, me pareció curioso ver el poder de las palabras y el arte espontáneo que sale de una noche corriente. al oír aquello le dije - de verdad te duele, dime que te duele, acaso te duele-
El chico se quedo perplejo, se dirigió a su coche sin mediar palabra y se marcho, había arrancado la risa de todos los presentes, la libertad de palabra es un arma aguda. Janis se acerco a mi y me abrazo, estuvimos un rato abrazados y al rato Telma dijo - hey vamos a cambiar de sitio-. El coche de Ramón estaba lleno de paneles y no cabía ni un alfiler, Ramón se acerco a mi y me dijo, vamos a gastarles una broma, -diles que el coche esta lleno de paneles-, me acerque a Telma y le dije -¡sabes que el coche esta lleno de paneles!, ella me contesto -si no veo lo que son no subo al coche-, Ramón y yo estábamos riendo por lo bajito, le enseño Ramón un panel y se quedo mas tranquila. -hay que ver lo inocente que eres Telma- ella sonrío y subió la primera al coche, luego subió como podía Janis, ya que iba bajo los efectos de los duendes nocturnos. Las chicas querían ir al Barrio del Carmen, yo también, pero Ramón trabajaba al dia siguiente, En el coche camino al Carmen Ramón puso música setentera para la ocasión, bajamos las ventanillas del coche pese al frío, y nos pusimos a saludar a todo el mundo que pasaba por las calles hacia nuestro destino. llegamos a la plaza del ayuntamiento y las dejamos hay con tristeza ya que pasaban por un bar cercano, nos despedimos hasta otra vez que la luna nos reuniera, bajaron las dos del coche y janis se apoyaba por las paredes de la calle, sentí un pequeño vacío en la despedida, desde el coche las acompañábamos un trocito más, seguimos recto ya para irnos al barrio, y Ramón me dijo -oye porque no damos la vuelta a ver si las vemos- respondí afirmativamente y dimos la vuelta, Buscamos por las callejuelas para ver si las encontrábamos, pero ya no había rastro, torcimos por una calle y casi al final de la calle, había un trozo en obras con unos separadores de plástico, al llegar al final de la calle alguien colocó separadores en la calzada cortando el trafico, baje y retire un separador para poder pasar con el coche, al subir le dije a Ramón -Janis ha pasado por aquí-.

Una Vision de Amistad

Un amigo es quien te da la libertad absoluta de expresión.

Cenando Entre Huerfanos

Hace unos días me invitaron a una fiesta, en el barrio de Ruzafa, allí antes de llegar me di una pequeña vuelta para otear como avanzaba el barrio. Ha cambiado bastante desde mi ultima visita por el entorno, actualmente abunda el restaurante aséptico y de diseño, los "clásicos" del barrio van desapareciendo del mapa, tristemente abducidos por las modas y las gentes que los frecuentan. habíamos quedado en El Marchante, un lugarcillo de bocadillos y tapas como las de antes, sin esencias de mandarina, ni platitos de tacita de café. hacia mucho tiempo que no veía a los organizadores de la fiesta ni a mis viejos amigos de antaño. Llegue al lugar después de la pequeña ruta, y algunos de los sentados en las mesas dispuestas para la cena, parecía que hubieran visto un fantasma, los saludos fueron de lo más corriente y vulgarmente fríos, no se notaba ni esencia ni calidez en el instante. Nada ha cambiado realmente desde mis ultimas visitas, la evolución de las especies quedo estancada desde que los vi por ultima vez, siempre quedan recuerdos gratos en el tintero y emociones pasadas. Vi las mismas callejuelas y los mismos sitios de siempre, la misma mezquindad de siempre. Interiormente me dio pena observar como la gente que aprecias va cayendo en un mar de comodidad sin sentido ni emoción alguna, las conversaciones están a medio camino entre lo kafkiano y lo freack bizarro, es una pena. Réquiem por ellos.

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Medusa

No mires atrás y recorre el mundo, visita los grandes puertos marítimos, en ellos encontraras las divas de los mares.
Ganaras en libertad y emociones, hay tanto que recorrer, diversiones por doquier esperan en los puertos marítimos, tienes tantas para elegir, no te quedes solo con una, la vida es muy hermosa para complicarte con cual "Medusa", te atrapara y serás el esclavo de sus vagas emociones. Sigue viajando, el placer reside hay, barrios míticos y oscuras callejuelas, el mundo esta lleno de superhombres fanfarrones y canallas, ellos no te darán ninguna moneda para viajar por los puertos, elige bien, ya que hay variedad de perras callejeras y todas ellas con un mismo fin, satisfacerte hasta en tus mas oscuros deseos carnales, la música en las callejuelas no cesa, sigue buscando. El barrio chino esta a la vuelta de la esquina, sigue buscando, esta muy cerca ya. Una entre todas te esta esperando, buscala y no ceses en el empeño. La chica de los dedos de oro estará hay.

El Niño Terrible (2)

»Veía todo el decorado de que, en espíritu, se rodeaba: vestiduras, paños, muebles; yo le prestaba armas, otro rostro. Veía todo aquello que lo emocionaba, tal como él habría querido crearlo para sí. Cuando me parecía tener el espíritu inerte, lo seguía, yo, en actos extraños y complicados, lejos, buenos o malos; estaba segura de que jamás penetraría en su mundo. Junto a su amado cuerpo dormido, cuántas horas nocturnas he velado, preguntándome por qué desearía tanto evadirse de la realidad. Nunca hombre alguno formuló un voto semejante. Yo admitía, —sin temer por él, — que podía suponer un serio peligro dentro de la sociedad. — ¿Tiene tal vez secretos para cambiar la vida? No, tan sólo está buscándolos, me replicaba yo. Por último, su caridad está embrujada, y yo soy su prisionera. Ninguna otra alma tendría fuerza bastante — ¡fuerza de la desesperación! — para soportarla — para ser protegida y amada por él. Por otra parte, no me lo figuraba con otra alma: se ve el Ángel propio, nunca el Ángel ajeno, — me parece. Estaba yo en su alma como en un palacio que han vaciado para no ver a alguien tan poco noble como tú: eso es todo. ¡Ay! Dependía en mucho de él. Pero ¿qué quería de mi existencia apagada y cobarde? ¡No me hacía mejor, no haciéndome morir! Tristemente despechada, le dije a veces: “Te comprendo”. Y él se encogía de hombros. »Así, renovándose sin cesar mi sufrimiento, y hallándome más perdida a mis ojos, — como a todos los ojos que habrían querido mirarme, si no hubiese estado condenada para siempre al olvido de todos, — tenía cada vez más hambre de su bondad. Con sus besos y sus abrazos amigos, era en verdad el cielo, un cielo lóbrego, en el que entraba, en el que me habría gustado que me abandonase, pobre, sorda, muda, ciega. Me iba ya acostumbrando. Veía en nosotros dos niños buenos, con permiso para pasearse por el Paraíso de la tristeza. Nos concertábamos. Muy conmovidos, trabajábamos juntos. Pero, tras una penetrante caricia, él decía: “¡Qué divertido te parecerá, cuando yo ya no esté, esto por lo que has pasado! Cuando no tengas ya mis brazos bajo el cuello, ni mi corazón para en él descansar, ni esta boca en tus ojos. Pues habré de marcharme, muy lejos, un día. Además, he de ayudar a otros, es mi deber. Aunque no resulte muy deleitable..., alma querida...” De inmediato me representaba a mí misma, habiéndose marchado él, presa del vértigo, precipitada en la más espantable de las sombras: en la muerte. Le hacía prometer que no me abandonaría. Veinte veces la hizo, tal promesa de amante. Era tan frívolo como yo al decirle: “Te comprendo.” »¡Ah! Nunca he sentido celos por su causa. No va a abandonarme, me parece. ¿Qué sería de él? No tiene conocimiento alguno, nunca trabajará. Quiere vivir sonámbulo. Su bondad y su caridad, por sí solas, ¿le darán derechos en el mundo real? A ratos, olvido la piedad en que he caído: él me hará fuerte, viajaremos, cazaremos en los desiertos, dormiremos en las calles empedradas de ciudades desconocidas, sin cuidados, sin sufrimientos. O me despertaré, y las leyes y las costumbres habrán cambiado —gracias a su poder mágico, — el mundo, siendo el mismo, me dejará con mis deseos, mis alegrías, mis despreocupaciones. ¡Oh! La vida aventurera existente en los libros infantiles, en recompensa, porque he sufrido tanto, ¿me la regalarás tú? No puede. Ignoro su ideal. Me ha dicho que tiene pesares, esperanzas: cosas que al parecer no me conciernen. ¿Es a Dios a quien habla? Tal vez debería yo dirigirme a Dios. Estoy en lo más profundo del abismo, y ya no sé rezar. » “¿Ves a ese joven elegante que entra en la mansión bella y tranquila? Se llama Duval, Dufour, Armand, Maurice, qué sé yo. Una mujer se ofrendó a la tarea de amar a ese perverso idiota: está muerta, es sin duda una santa del cielo, ahora. Tú me harás morir como él hizo morir a esa mujer. Tal es nuestro destino, el de nosotros, los corazones caritativos...” ¡Ay! Había días en que todos los hombres, al actuar, le parecían juguete de delirios grotescos: reía espantosamente, largo rato. — Luego volvía a sus maneras de madre joven, de hermana amada. Si fuera menos salvaje, ¡estaríamos salvados! Mas también su dulzura es mortal. Le estoy sometida. — ¡Ah! ¡Soy necia! »Un día tal vez desaparezca maravillosamente; pero tengo que saberlo, si ha de subir a un cielo, ¡quiero ver con mis ojos la asunción de mi amiguito!» ¡Qué pareja!


Para "T" Con cariño, o mejor dicho "Sachita".